LAS CATACUMBAS

 

Joaquín Bochaca

 

            Hace dos mil años vivió un cierto Jeschuand o Jeschua, según los libros judíos, Jesús según los nuestros, que, ante el Gran Sanedrín de Jerusalén –el tribunal de Nüremberg de aquella época- fue condenado como si el hombre más abominable de su tiempo. Sus seguidores fueron perseguidos, torturados, asesinados... Algunos lograron escapar a las persecuciones, transmitiendo la idea a generaciones posteriores. En el subsuelo romano, en las Catacumbas, miles de cristianos mantuvieron viva la llama de su Fe. La base de una religión que ha durado veinte siglos ha estado en esas Catacumbas romanas; ellas hicieron posible el por tantos conceptos admirable edificio de la Cristiandad, escindido con Lutero o con las causas que motivaron su acción y definitivamente hundido en la mediocridad general de la época con el último Concilio.

 

            El 30 de abril de 1945, en las ruinas de Berlín, desaparecía Adolf Hitler, su guardia personal, el Batallón Hitler Adler, se sacrificaba hasta el último hombre en la postrera carga contra las avanzadillas del Ejercito Rojo en la Postdämer Platz. E incluso, en los primeros días de mayo, hombres vistiendo el uniforme negro de las SS, representando prácticamente a todas las regiones del área racial europea, lanzaban el último ataque contra los sorprendidos rusos y mongoles de Zhukov. Junto a alemanes se ha podido constatar la presencia de flamencos, valones, noruegos, daneses, suecos, rumanos, italianos, algunos españoles, anglo-sajones de la legión Saint-George, hindúes arios, húngaros, bálticos, albaneses, croatas y, sobre todo, franceses de la “Charlemagne”. Los supervivientes de la última carga –y de los subsiguientes tribunales desnazificadores- fueron los portadores de la semilla de la Nueva Idea, transmitiéndonosla a nosotros, que, cada uno en su campo de acción, nos esforzamos en hacerla vivir, en actualizarla en el interior de las modernas Catacumbas. De esas Catacumbas de la sociedad de consumo, con sus burgueses horribles, sus “hippies” inmundos; su pseudo arte abstracto, sus bloques de apartamentos colmena, su caos étnico, sus gitanos, sus judíos y judaizados, su Alta Banca, y, por encima de todo ello y resumiéndolo, de la plebeyez general.

 

            Nosotros somos los herederos espirituales de la SS. No somos los nostálgicos admiradores restrospectivos del NSDAP, porque ni somos alemanes ni ignoramos que la historia no se repite jamás. Nuestra actitud con respecto a Alemania –y, naturalmente, hablamos de la Alemania libre que desapareció en 1945- es paralela a la de un cristiano clásico con relación  a los Lugares Santos y a la Ciudad Eterna. Alemania tiene, para todos nosotros, evocaciones sentimentales muy hondas, aparte de su enorme contribución, en tantos aspectos, al acervo común europeo. Pero debemos dejar claramente asentado, de una vez por todas, que el Pangermanismo –que fue, quiérase o no, un factor de derrota europea en 1945- nos hace tan poca gracia, como el “la France d´abord” o el “England for ever”, o cualquier irredentismo local de Europa para adentro. El pasado de Alemania puede llegar a interesarnos, pero el futuro de Europa debe apasionarnos.

 

            Hemos ido llegando a CEDADE procedentes de los campos más diversos. Teníamos orígenes diferentes, formaciones diferentes y, sin duda, temperamentos diferentes. Pero nos hemos reconocido como se reconocían en las calles de roma, los originarios de las Catacumbas; una determinada actitud, una cierta manera de ser o de reaccionar ante un problema cualquiera. Ciertamente nuestras divergencias pueden numerosas e incluso importantes, pero al llegar a decidir las grandes opciones, reaccionamos todos con la misma frecuencia. En un país como esta compleja Iberia cuyos hombres políticos monárquicos o republicanos, masones, situacionistas u Opus hablan

Cuando no saben que decir, de “unidad”, nosotros hemos conseguido una Unidad verdadera, una Unidad en la variedad, entrañable y sincera.

 

            Nuestro problema actual consiste menos en hacer adeptos que en encontrarnos a nosotros mismos; consiste en recuperar elementos desperdigados que ignoran nuestra existencia; consiste en una toma de conciencia de los que somos y de lo que vamos a hacer.

 

¿QUÉ SOMOS?

 

            Somos los de las Catacumbas; somos los que, en medio del caos general, en Europa y en todos los lugares del mundo donde viven núcleos arios de importancia, sostenemos la antorcha del Nuevo Orden.

 

            Sabemos que las Civilizaciones tienen una existencia orgánica; sabemos que nacen, viven y mueren. Pero la muerte de una Civilización no se produce como la de un individuo. Spengler decía que muchos confunden el hundimiento de una Civilización con el hundimiento de un barco. Por eso muchos se sorprenderán si les decimos que la llamada Civilización Cristiana Occidental ha muerto. Murió en mayo de 1945. Los países de la vieja Europa han muerto también, aunque haya controles fronterizos, puestos de aduana y de pasaportes, y aunque se agiten en una actividad gratuita y sin sentido ministros plenipotenciarios que van a Moscú o a Nueva York a recibir órdenes disfrazadas de “tratados” de “Pactos” y de “acuerdos”. No renegamos de la llamada Civilización Occidental que fue, con sus glorias y sus taras, una creación del genio de nuestros predecesores europeos. Pero debemos constatar que ha muerto; que la Naturaleza, la Vida, no vuelven nunca atrás; no son como esas cintas de cinema o de televisión que se vuelven a pasar en beneficio de espectadores con retraso.

 

            La vida es una lucha permanente entre el pasado y el futuro. Las fuerzas del pasado –los reaccionarios de todas las épocas- han pretendido, en vano, parar el reloj de la historia. Ha sido en vano porque, como decía Pascal, los hechos son tozudos. La vida se venga de los que tratan de violentar sus designios. El Zeitgeist –el espíritu de nuestro tiempo- es el Socialismo y el Nacionalismo. Naturalmente, cuando decimos Socialismo nos referimos al Socialismo ético, intuido por prusianos como Hegel, Schelling y Fichte, y teorizado por franceses como Blanqui, Sorel (a quien Mussolini consideraba su maestro) y Vacher de Lapouge. Y cuando decimos Nacionalismo no nos referimos a la defensa a ultranza de las viejas naciones de nuestra Europa, resultado de enlaces dinásticos, de sórdidas combinaciones de familias reales, de creaciones “ex nihilo” con finalidades diplomáticas como Bélgica, Checoslovaquia, Yugoslavia o la nueva Polonia, o de la hegemonía, impuesta por la fuerza armada, de una colectividad, generalmente radicada en la zona central sobre la periferia. Esas naciones que, como a tales, mientras fueron fuertes se comportaron como rufianes, y al llegar a la vejez actuaron como prostitutas de la más baja ralea, no pueden defenderse por la razón sencillísima de que ya no son. No existen. Yacen en el cementerio de la Historia bajo una losa de calamidades. Se ha dicho, y es cierto, que el Judaísmo Internacional, provocó la última Guerra Mundial. Se ha dicho mucho menos, pero no es menos cierto, que la palanca, el punto de apoyo que posibilitó la catástrofe fueron los nacionalistas ingleses, franceses y polacos, hasta 1939 y ciertos altos jerarcas alemanes, -casi nunca nazis- que consiguieron que la Wehrmacht, recibida con flores, sobre todo en Ucrania, fuera despedida a tiros. Y todo por culpa de los espíritus pequeños, de los filisteos del nacional-atomismo, que no pueden ver, que no quieren ver que el Mundo se ha encogido y que, por otra parte, estamos en plena aceleración histórica.

 

            Somos Europeos. Nuestra Patria es Europa. Pesa sobre nuestras espaldas el fardo desmesurado de la más gloriosa de las herencias; el patrimonio de Europa; patrimonio hecho de tesoros, de Civilización y de recuerdos gloriosos. El Destino nos ha hecho nacer en una época tenebrosa, ciertamente, pero también gloriosa, por cuanto marca los comienzos de una era nueva para el Hombre Ario. Una época en la que, como a todas las élites que han sido y serán, se nos critica, se nos combate y se nos molesta desde todos los lados, y, además, se nos toma por locos... aunque debemos pensar que el más refinado placer de “gourmet” intelectual consiste, precisamente, en pasar por loco a los ojos de un imbécil.

 

            Profundamente europeos, nos sentimos solidarios en todas las desgracias de nuestra Nación. Lloramos los muertos del Muro de Berlín, de Posen y de Budapest; los de Dien-Bien-Phu, de Argelia y de la estúpida carnavalada de Irlanda del Norte. Asistimos al hundimiento de los Imperios Coloniales que no han hecho nada enérgico para conservarlos. Y ahora, mientras el Judaísmo organiza las fuerzas de la termitera de untermenschen que se agita a las puertas de Europa, sexagenarios ventripotentes discuten gravemente sobre si España “ya es bastante europea”, si hay que subir un tres por ciento el arancel de la margarina o si los electrodomésticos italianos necesitan en Francia una licencia de importación o basta con una declaración previa.

 

¡Y todo esto en el nombre sagrado de Europa! Pues bien: ¡Estos señores son unos miserables! Son los que se han apropiado la Idea grande y generosa de Europa para desviarla de su cauce normal; son los espíritus retardatarios que quieren detener la marcha del tiempo, y que han seducido a muchos seguidores potenciales de la Nueva Idea, encaminándoles por una vía de garaje. La vía de garaje de una “Europa” que quiere empezar por la Economía, es decir, por lo menos importante, lo menos trascendente y, sin duda lo más bajo. Pero si no son capaces de amar apasionadamente a Europa por lo que es, de amarla con un amor casi carnal, telúrico, de amarla –como de estos prudentes varones de Bruselas y de Estrasburgo que la amaran por atrición, es decir, por miedo a lo que les pueda suceder-. Pero ellos continuarán impávidos, tranquilizando su conciencia con frases como “los chinos no osarán”, “los judíos han cambiado”, “Rusia se ha aburguesado”, etc.

 

            Sí; somos europeos. Sin que ello signifique abandonar el respetabilísimo, el necesario amor a nuestras patrias locales respectivas, el amor superior a Europa debe guiar nuestros pasos y pesar sobre todas nuestras decisiones. Debemos considerar que todo lo que tiende a aumentar el poder y el prestigio de Europa, como bloque, es moral y todo lo que no tiende a ello es inmoral.

 

            Entroncada con la Idea de Europa, esta la Idea del Racismo. Consideramos Europa no sólo la vieja península al oeste del Asia, sino también aquellas tierras de mayoría de población aria, como son Canadá, los Estados Unidos, Argentina, algunas zonas de América del Sur, Nueva Zelanda, Australia y, en el continente Africano, África del Sur y Rhodesia. Es válido para este concepto racista el aforismo del párrafo precedente: toda medida venga de donde viniere, que tienda a mejorar las cualidades genéticas de nuestra raza, es moral; toda medida que tienda a debilitar nuestro patrimonio genético, o a aportar sangre de razas extrañas a Europa, es inmoral.

 

            Somos racistas europeos. Formamos parte de la élite de la Nueva Europa que, pese a todo, será. No existe ningún motivo ni necesidad de buscar subterfugios verbales, ni de ruborizarnos como seminaristas por el simple hecho de reconocer que somos, no una élite sino la élite. Uno de los muchos rasgos feminoides que alteran el rostro de la momia llamada Civilización Occidental es, precisamente, la falsa modestia. Aparecen a menudo, por el local de CEDADE, compatriotas nuestros de diversos lugares de Europa, otros, húngaros, alemanes, son miembros de nuestra entidad; algunos de nosotros han tenido oportunidad de vivir allende los Pirineos y de tratar a compatriotas franceses, ingleses, suecos, italianos..... Pues bien, sucede lo mismo que con el punto más alto de la pirámide, el vértice. El vértice es el punto de unión de los lados de la pirámide y es también, su punto más alto. Cuanto más se diferencia entre las respectivas plebes campesinas o industriales de Francia, Alemania y España, por ejemplo, es grandísima, pero la diferencia entre clases superiores es mínima, desapareciendo por completo en las élites. En cambio, trátese con un indio, un libanés o un árabe educado, y se apreciará que no existe comparación ni comunión posible, por tratarse de hombres de diferentes culturas.

 

 

¿COMO SOMOS?

 

            Se ha dicho que somos fascistas y no es demasiado cierto, porque el Fascismo fue una manera de enfocar una situación determinada, hace 40 ó 50 años, en Italia. El Fascismo fue un sistema político y económico, bastante sano, aunque con taras, algunas de ellas fundamentales, como lo fue, por ejemplo, su manera tímida y vacilante de tratar el problema racial. Y nosotros creemos con el Héroe creador de la nueva Fe, que”toda derrota puede ser la precursora de una nueva victoria; toda miseria puede ser el semillero de nuevas energías humanas, y toda opresión puede engendrar también las fuerzas impulsoras de un renacimiento moral, pero esto sólo mientras la sangre se mantenga pura... la pérdida de la pureza de la sangre destruye para siempre la felicidad interior; degrada al hombre y son fatales sus consecuencias físicas y morales.

 

            También se ha dicho que somos nazis, y es verdad, aunque a condición de tener bien presente que el mundo ha cambiado; que ya no estamos en 1933, ni siquiera en 1945; que las circunstancias se han modificado totalmente, y que si los nacionalismos de vía estrecha eran concebibles en la plebe –y solo en la plebe- europea de los años treintas y cuarentas, son totalmente inconcebibles, desfasados y criminales en los años 80. Somos nacional-socialistas, es cierto, pero creemos en un socialismo nacional europeo. La labor de una élite es, no elevar el nivel de la plebe, que esto es imposible, sino rescatar de entre las filas de éstas aquellos elementos que son susceptibles de acceder –ellos o sus descendientes- a las élites o, al menos, a las clases altas.

 

            La élite desempeña así, el papel de catalizador de los mejores elementos potenciales de las otras clases que la seguirán a condición, naturalmente, que las élites no traicionen su misión y las conduzcan a un combate injusto o inútil. Pero ¿puede alguien creer, honradamente, que, con miles de millones de incivilizados hambrientos a nuestras puertas, y la traición hebrea en el interior, van los mejores europeos a dejarse arrastrar a una lucha en pro de las “naciones” que existieron hasta la mitad del siglo XX, aunque teóricamente continúen existiendo?¿Es que alguien cree que porque dos mozalbetes se acostaron en la Edad Media con bendición previa o posterior de un Arzobispo, y, al ser tales mozalbetes hijos de dos reyes vecinos, se creó una “unidad” y que por tal “unidad” que tantas guerras costó, va a seguir guerreando alguien? Es concebible que las élites de la Edad Media, e incluso las del siglo XIX, se sintieran integradas en esa nación, pero ¿la actuales?

 

            Las actuales tienen dos soluciones a escoger: o bien dedicar todas sus energías a la actualización de un nacionalsocialismo europeo, con un Gobierno Central Europeo, que protegerá y alentará el desarrollo pacífico, en su seno, de las colectividades REALES de Europa (Baviera, Escocia, Sicilia, Portugal, Bohemia, Croacia, etc.....) o bien dedicarse al estúpido juego del Nacional-Atomismo, que producirá necesariamente fricciones entre europeos de las que sacará provecho el enemigo, como ya lo hizo en 1939-45. Es decir, hay dos soluciones: o Nacional-Socialismo Europeo, o muerte. No hay tercera solución.

 

            Somos, pues, nacionalsocialistas europeos, y nuestra divisa espiritual es la misma que llevaban los SS en la hebilla de su cinturón: “Meine Ehre heisst Treue”. Creemos en la fidelidad. Creemos en la fuerza y la generosidad. Creemos en la desigualdad entre los hombres. Creemos que el Mundo está corrompido por las llamadas “ideologías”. Creemos que ciertas formas de la libertad constituyen una plaga y que la Fraternidad, las más de las veces, no es más que hipocresía. Creemos que el pacifismo es la forma de belicismo de los seres inferiores. Creemos en jerarquías que nada tienen que ver con el dinero. Creemos en una justicia que nada sabe de humanos Tribunales, dispensada por un Ser Supremo con el que no se gitanea, que no es un bondadoso y barbudo a lo Santa Claus, que acude a apagar el fuego si se lo pide, en un “Te Deum” con pastas, una asamblea de Arzobispos. Y al creer en ese Ser Supremo, que es la vida, la naturaleza, que la realidad –como dice uno de los primeros versículos del Evangelio de San Juan- estamos contra lo artificioso en todas sus formas y manifestaciones. Decía Mussert, el holandés, que ser nazi es ser natural. Por eso nos acercamos a la Naturaleza para hallar en ella la solución de todos los problemas. Por eso amamos la Vida en todas sus formas; por eso el Héroe y sus seguidores fueron los primeros en dictar una legislación que protegiera a los animales contra la crueldad de los que se degradan infligiéndoles innecesarios sufrimientos.

 

NUESTRA ACTITUD ANTE LAS RELIGIONES

 

            Decía Talleyrand que la política es el arte de la Realidad y de lo que es posible. La Realidad es que la Religión de Europa es el Cristianismo. Otra realidad es que todos los Pontífices han sido de raza blanca. Den entre las religiones cristianas, la Católica es la que ha mantenido más tiempo una cierta cohesión y la que, hasta hace bien poco, ha evidenciado tener más “clase”. Aunque el optimismo que alimenta las estadísticas oficiales del Vaticano haya pretendido lo contrario, el Catolicismo “Universal” por definición, ha circunscrito su universalismo a Europa y el mundo blanco, con unas colonias llamadas misiones. La decadencia de Europa ha traído como consecuencia la del Catolicismo –por lo menos en su estructura externa, el Vaticano- como se ha encargado de demostrar completamente el último concilio.

 

            Ese Concilio Vaticano II que, gradualmente, ha ido sustituyendo a la vieja organización de la Iglesia Romana, aristocrática y monárquica. Demagogia, confusión mental, logomanía pedante, conformismo anti-conformista, ausencia absoluta de dignidad, ofensa sistemática a la decencia intelectual y al buen gusto religioso, intrigas y combinaciones vaticanas dignas de un congreso del partido socialista, todo ello con el trasfondo de un mosconeo de teología periodística, de una vulgaridad consternante: tales fueron las características principales de un coloquio imprudentemente convocado por un Papa. Juan XXIII, que más parecía inspirado por el espíritu del siglo, que por el Espíritu Santo; Papa que los partidarios de un catolicismo de supermercado pusieron por las nubes, porque tenía el aspecto de un posadero manchego y hablaba como un viejo cura de aldea.

            

            Hitler decía que el Imperio Británico y la Iglesia Católica eran dos pilares esenciales para la conservación del orden en el mundo. El primero ya no existe y permítaseme añadir –para escándalo de ciertos cerriles carpetovetónicos-, por desgracia. La segunda sí existe, evidentemente, pero su estructura externa, el Vaticano, es un estado cuyos últimos jefes han bendecido a los asesinos de católicos de Hungría y Croacia o han llamado a las hordas del Ejército Rojo “soldados de la libertad”, lo que hace innecesarios los comentarios. La actitud actual de Obispos y Cardenales, en abrumadora mayoría, y en todas as partes del mundo, es contraria a los intereses del Hombre Blanco. No obstante, esto no debe hacernos caer en un torpe anti-catolicismo, pues para una sociedad de veinte siglos de existencia, la actitud actual de centenares o millares de dirigentes, incluyendo los más representativos, no pueden hacer modificar un criterio. En pocas palabras: el Cristianismo tiene una misión que cumplir. Su misión, según su fundador –que debe merecernos más crédito que el Pontífice Wojtyla –“no es de este mundo”. Y en la futura Europa, toda religión, la que sea, que intervenga en los asuntos de este mundo, quedará sujeta a la legislación de este mundo, sin que las sotanas o cualquier otra vestimenta exótica puedan servir de eximente de responsabilidades. Como decía el fundador de la Nueva Idea, nosotros somos partidarios de un cristianismo positivo. Para el cumplimiento de su misión en el mundo, ese Cristianismo –o más exactamente, sus ministros- necesita el reconocimiento y la subvención del Estado, en proporciones justas y razonables. Y nada más que esto. Pero tampoco nada menos.

 

 

¿QUÉ HACER?

 

            Las circunstancias actuales del mundo hacen difícil –casi imposible- prever el porvenir. Pero o que sí puede asegurarse sin apenas resquicios para la duda razonable es que Europa se hará. Por miedo de los más y por amor de las élites. Y se hará de la única forma que sabe hacer las cosas la Historia: con sufrimiento, con sangre y lágrimas.

 

            Nuestra misión principal es hacer de catalizadores del sentimiento europeo. No puede existir programa político concreto, como tampoco lo tenían los de las Catacumbas cristianas. Nuestra misión es mantener viva la llama de la Idea; es darnos a conocer; es aglutinar esfuerzos y recuperar a desperdigados; es mantener vivo el contacto con los camaradas de la Patria, estén en Suecia o en Dublín, en Lemberg, en Sicilia o allende el Océano.

 

            Algunos camaradas hablan de la toma del poder, sin duda recordando a Mussolini o a los siete de la Cervecería de Munich. Pero esto, ahora, no sería posible. Hay que repetir una y mil veces que las circunstancias han variado. Cualquier movimiento nuevo que no esté dentro de la “línea” democrático-marxista será ahogado cuando empiece a dar señales de vida, si intenta paticipar en la vida política de cualquier país de Europa. En Alemania lo silenciarán en nombre de los seis millones; en Francia en nombre de la República; en el Este en nombre de la Hoz y el Martillo, y en otras latitudes en nombre de la Cruz. Esto es un hecho. Democráticamente, no tenemos nada que hacer. Pensar en espadones es tonto, porque la formación política –o la formación, a secas- del Ejército es nula en todas partes.

 

            ¿Cómo se hará pues Europa? Es imposible predecirlo. Pero sin duda la presión de los hechos podrá más en última instancia, que la presión del “lobby” israelita, cualquiera que sea la forma que éste adopte. Tal vez aprovechando las estructuras del propio Mercado Común que, con todos sus formidables defectos, tiene, al menos, la virtud de existir. Tal vez aprovechando el impulso producido en el momento de la inevitable fusión de los nueve del Mercado Común con los miembros de la EFTA. O, lo más probable, a consecuencia de la guerra entre los dos actuales boques mundiales.

 

            Es muy probable que nosotros, los de las Catacumbas, no lo veamos. Es seguro que, antes de llegar al Gran Mediodía, seamos una vez más, aplastados por la imbecilidad y el número. No importa. Guillermo el Taciturno decía que “no es imprescindible creer en la victoria para luchar”. Lo esencial es eso: luchar. Luchar por nuestra Europa. Cada gesto que hagamos hacia una Europa unida protegerá un poco más nuestra gran Patria común, tesoro del Mundo, única alternativa para nosotros y para todo el Mundo: O Europa, o Caos.